viernes, 30 de marzo de 2012

Dime cómo la llamas y te diré cómo eres



Los hombres que llaman a su cónyuge “mi señora” siempre me causaron alergia mental. Tal vez porque la expresión denota cierta falta de atractivo o de deseo sobre la mujer a la que hace referencia. También me suena a matrimonios que ya llevan muchos años, a relaciones de pareja que se parecen a la de dos hermanos y a falta de sexo entre ellos.

En matrimonios cuyos integrantes ya ingresaron en la vejez no es tan grave la cuestión. Pero oír el uso del “mi señora” de parte de algún hombre menor de cincuenta años, sí me causa una mala impresión.

Y como no me gusta ser prejuiciosa, decidí investigar el tema con el máximo rigor científico posible, a fin de desterrar de mí esa mala impresión o terminar de instalarla definitivamente.

Para realizar la investigación tomé una muestra de quinientos hombres, que seleccioné de manera aleatoria sobre una población integrada por individuos de entre veinticinco y cincuenta años. Todos de clase media.

De los quinientos seleccionados, observé que ciento ochenta y cinco llaman a su cónyuge “mi señora”, doscientos once le dicen “ mi mujer”, noventa y tres se refieren a ella como “mi esposa”, seis utilizan el “mi chica” y cinco, “la patrona.”

Los hombres que utilizan a menudo la expresión “mi señora” descuidan su físico y muchos están excedidos de peso. No le dan importancia a la ropa que se ponen y dejan que “su señora” se las elija.  Algunos tienen defectos ostensibles en su dentadura.  Se observan faltas de piezas, dientes rotos o manchados, porque le tienen pánico al dentista y no van nunca.

Todos están casados legalmente, por iglesia (con fiesta incluida) y en primeras nupcias, generalmente con la prima o la hermana de algún amigo del barrio. Y si “la señora” no fuera la hermana o prima de ese amigo, sería la de otro, porque en la vida hay que casarse, no importa demasiado con quién.

Tienen dos hijos, un varón y una nena, “la parejita”, les gusta decir. Al nene le ponen el nombre del segundo jugador más emblemático del equipo de futbol del que son hinchas. Porque no fueron precavidos y el nombre del primer jugador más emblemático lo gastaron poniéndoselo a algún perro que tuvieron antes de que naciera su hijo.

Generalmente trabajan como empleados administrativos y prefieren un empleo seguro, aunque el ingreso sea menor que el que podrían obtener en otra actividad, porque a esta otra actividad siempre la ven como muy riesgosa. Por eso suelen acumular mucha antigüedad en sus empleos, ya que permanecen en el mismo puesto hasta que los echen, de la misma manera que permanecen al lado de  “su señora”, aunque siempre tengan una lista extensa de quejas sobre ella.

Los hombres de este grupo esperan que llegue el fin de semana para lavar el auto en la puerta de la casa y  cortar el pasto de la vereda, actividades que llevan a cabo con especial esmero.

Mantienen relaciones sexuales con “su señora” con una frecuencia de una vez por semana, los días sábados a la noche, o en la hora de la siesta, si justo ese sábado llovió y no pudieron ni lavar el auto ni cortar el pasto de la vereda. En esta actividad no ponen tanto esmero, pues lo hacen siempre en la misma posición: “la señora” arriba y ellos abajo, para no moverse. No realizan juegos preliminares ni hablan de sus fantasías sexuales. No sabemos si las tienen.

El fin de semana lo completan con el paseo de domingo a la tarde, que casi siempre consiste en ir con “la señora” y los chicos a sentarse a tomar mate a la vera de la Panamericana.

La mayoría se van de vacaciones todos los años al mismo lugar y en la misma fecha, a un departamento que le alquilan al jefe. Pero una minoría de este grupo nunca se va de vacaciones porque tienen miedo de “dejar la casa sola”.

Son rígidos en sus gustos alimentarios y es casi imposible sacarlos de la pizza, el asado y las empanadas de jamón y queso. De éstas últimas, siempre afirman que no hay como las que hace “su señora”. La bebida que toman a diario es el amargo serrano “Terma”. En las fiestas, prefieren el ananá fizz, aunque tengan a mano una botella del mejor champagne francés.

Todos son creyentes. Hasta afirman dialogar a diario con un ser superior al que llaman “el barba”.  “A mí el barba me escucha”, “Yo se lo pedí al barba y ahora estoy esperando”, “Hay que ver si el barba quiere”, dicen a menudo. Muchos  llevan un rosario colgado del espejo retrovisor del coche. Algunos cuelgan también una cintita roja al lado del rosario. Otros, cuando se compran un auto nuevo, lo primero que hacen es ir a Luján a hacer bendecir las llaves. Es que les da miedo que les pase algo bueno, pues temen que “el barba” se los cobre con una desgracia de la misma o mayor magnitud que el beneficio recibido. Y se aferran a cualquier cosa para ahuyentar el infortunio.

Muchos individuos que dicen “mi señora” están convencidos de que los norteamericanos tienen guardados extraterrestres muertos en algún subsuelo de la Nasa. Se lo discuten a cualquiera y a viva voz, con fechas y datos precisos de lugares y circunstancias, pues no se pierden documental sobre la materia.

Este tipo de hombres está desaconsejado para mujeres a las que no les disgusta el cine francés y que desean tener orgasmos, aunque sea una o dos veces por año.

Luego tenemos al grupo integrado por los hombres que llaman a su cónyuge “mi esposa”. Estos son muy diferentes a los anteriores. Les gusta ser elegantes y se compran buena ropa, que ellos mismos eligen. También se preocupan por progresar económicamente y están siempre pensando en qué innovación o cambio pueden hacer en sus trabajos para conseguirlo.  

Saben de vinos, de comidas y de viajes. Siempre buscan en internet  restaurantes nuevos en los que puedan probar platos desconocidos y se van de vacaciones a algún lugar en el que haya entretenimiento suficiente para sus hijos, a fin de poder pasar tiempo a solas con su esposa. Les encanta alojarse en hoteles boutique y no le tienen miedo al dentista.

Mantienen relaciones sexuales cuando realmente sienten ganas y hablan de sus fantasías sin pudor, porque generalmente no son tan prohibidas ni aberrantes.

Muchos sonríen la mayor parte del día dejando ver los hoyuelos que se les forman en sus mejillas. Y por estos hoyuelos, los hombres de este grupo son  a menudo tentados por mujeres que no son  justamente “su esposa”. Desgraciadamente, algunas veces caen en la tentación, porque nadie es perfecto, qué le vamos a hacer.

Los que dicen “mi mujer” y están casados o en concubinato constituyen un grupo heterogéneo, con miembros que combinan características de los que dicen “mi señora” y “mi esposa”. Por eso no voy a explayarme sobre ellos y  menciono sólo el único detalle significativo que encontré: unos cuantos de los que dicen “mi mujer” tienen también “otra mujer”, la misma desde hace años. 

Pero además existe un ejemplar de hombre que utiliza la expresión “mi mujer” y sólo está de novio con una chica (sin convivir). Este es un individuo que alguna vez ha tenido un episodio de impotencia sexual y se quedó  traumatizado. Por eso necesita demostrarle al mundo que él es muy capaz en la materia, que tiene sexo a menudo y que por eso su novia es “su mujer”, para que no le queden dudas a nadie de que a él se le para todos los días.

Luego tenemos otro grupo minoritario, integrado por aquellos que utilizan el “mi chica”. Estos no están casados ni en concubinato con "la chica” en cuestión. Sólo están de novios y generalmente los noviazgos duran poco tiempo, porque no asumen un compromiso y son hipo afectivos. Creen que viven una vida de serie norteamericana y muchos se consideran la mezcla perfecta entre Jack y Sawyer de Lost. 


A su chica la eligen con el mismo criterio que usan para elegir un auto. Sencillamente, buscan siempre conseguir la mujer que es considerada la más linda por sus amigos, conocidos y familiares. Cuando tienen relaciones sexuales, están atentos a los defectos que encuentra en el cuerpo de “su chica”, pues temen que esos amigos, conocidos y familiares noten esos defectos cuando alguna vez vean a “su chica” en traje de baño.

Los integrantes de este grupo también tienen un horizonte alimenticio reducido. Sólo comen en Mc Donald’s, Burger King o  T.G.I. Friday’s. Toman gaseosa light y jamás beben alcohol.

He detectado algunos ejemplares de este tipo que poseen cuatriciclo y los fines de semana van a algún lugar a hacer piruetas con el artefacto, siempre delante de “su chica”, que al principio lo mira y aplaude, y luego de un tiempo piensa seriamente en volverse lesbiana.

Lo bueno de estos hombres es que te acompañan a la depiladora, porque ellos también se depilan, algunos con más frecuencia que “su chica”.

Y por último encontramos al que usa la expresión “la patrona”. “Hay que ver qué opina la patrona”, “Si la patrona quiere, voy”, suele decir. No le importa que su interlocutor imagine que en su casa lo espera una mujer vieja, que pesa ciento cincuenta kilos, que tiene pelos en la cara, y que está vestida con un batón verde, siempre en la cocina y  usando el palo de amasar. ¿O qué otra cosa se puede pensar de una mujer que es llamada “la patrona”?

No sé si estos hombres se dan cuenta de lo mal que hacen quedar a sus mujeres usando la locución “la patrona”. Pero lo que sí sé de estos hombres es que son muy cobardes y tienen serios problemas para decirle “no” a alguien. Por eso prefieren jugarla de dominados, con la excusa: “la patrona es la que decide” para así sacarse de encima sin más trámite a un vendedor pesado o a un amigo que los invita a alguna reunión a la que no quieren asistir. Pero en el interior de su hogar las cosas no son así y "la patrona" no existe como tal. Generalmente son los hombres los que mandan en esas casas y en este grupo he observado a muchos que no soportan a las mujeres que ocupan un puesto superior al de ellos o que tienen un nivel de estudio más elevado. Por eso tener una jefa mujer es el colmo del individuo que usa la expresión “la patrona”.

Y mi colmo son ellos, los que dicen "la patrona". De tener un marido que me llamara así, interpondría una demanda de divorcio inmediata. La causa: injurias graves.

sábado, 17 de marzo de 2012

Myriam, la profesora de educación física

Ser profesora de educación física no consiste en ejercer la profesión ocho horas por día y luego regresar al hogar para pasar a otra cosa. No es tan simple. Ser profesora de educación física consume toda la vida, pues una profesora de educación física es profesora de educación física a toda hora, en todo lugar, y en cualquier circunstancia, a diferencia de lo que sucede con otras profesiones. 

Porque una maestra llega a su casa y se quita el guardapolvo blanco para seguir con su vida. Lo mismo hace el médico con el ambo celeste y el policía con el uniforme azul y los borceguíes. En cambio, una profesora de educación física va a trabajar vestida con pantalón de gimnasia,  remera de running y zapatillas con plataforma de aire, o con pollera corta de tenis y musculosa de gimnasia, pero llega a su casa y jamás se cambia de ropa. Sigue de largo todo el día con la misma vestimenta. Va al supermercado, a buscar a los hijos al colegio o a tomar el té con amigas vestida con su ropa de trabajo.
Y no sólo eso. Si un sábado estamos en un cine, en un restaurant, o en un bautismo, difícilmente podamos saber a simple vista que una persona es maestra, que otro es médico o que alguien es policía, si no están cumpliendo servicios, porque nada en su apariencia nos lo suele indicar. Ahora bien, siempre sabemos que una profesora de educación física es profesora de educación física, aunque sea sábado a la noche.
Es que una profesora de educación física puede concurrir a un bautismo con pantalón pinzado de lino negro, zapatos taco bajo de cuero, aros y pulsera de oro, pero remata el modelito con una remera dri fit marca Nike de color verde agua. Y ahí nos damos cuenta de a qué se dedica. Lo mismo si va a un restaurant: en verano se pone una pollera floreada, y  una musculosa blanca de lycra,  pero miramos hacia abajo y vemos unas zapatillas con cierre de velcro acompañadas con medias tobilleras de algodón. Y en invierno la vemos en el restaurant vestida con un pantalón negro sobrio, unas botas de cuero de taco bajo, una camisa y un abrigo elegante de lana. Nada hasta ahora que la identifique. Pero cuando se levanta de la silla y se pone el abrigo,  notamos que éste es siempre una campera de running marca Adidas con capucha, bolsillos con cierre y detalles reflectantes en la parte trasera para ser distinguida de noche, corriendo en una ruta.
Pero no hay profesora de educación física tan profesora de educación física como mi amiga Myriam. Ella hasta posee un lenguaje que la distingue como tal, porque al simple hecho de tomar un vaso de agua, Myriam le dice "hidratarse" , y a los zapatos o zapatillas, siempre los llama "calzado".

Ni en el día de su casamiento Myriam pudo ocultar su profesión. Sucedió cuando la modista la estaba ayudando a colocarse el traje de novia. Myriam sintió un “tironcito” en un músculo cercano a su muñeca derecha. ¡Justo, justo! ¡Un tironcito el día de su casamiento! “A mis alumnas les costaba entender que a la pelota de vóley hay que pegarle con las yemas de los dedos y no con la palma de la mano. Les hice la demostración varias veces y me agarró este dolor. No me puede arruinar la  luna de miel. Me tengo que contener el músculo”, le dijo Myriam a la modista y así lo hizo. Por eso la vimos entrar a la iglesia con el vestido de seda organza blanco, el tocado delicado, los zapatos bordados, pero sobre la muñeca de su brazo derecho pudimos observar un detalle que rompía su apariencia inmaculada, pues llevaba puesta una muñequera negra, confeccionada a base de nailon y caucho, en la que se podía leer en letras blancas grandes la frase: “Just do it”.
Y como Myriam anda todo el día en zapatillas, no pudo aguantar los zapatos con taco durante toda la fiesta de casamiento. Por eso, cuando llegó el carnaval carioca, se puso las zapatillas Topper de lona blanca y éste fue el calzado que la acompañó el resto de la noche, para alegría de su wedding planner.
Myriam además posee un objeto del que le cuesta desprenderse. Lo usa para trabajar y después también. “Total, parece un collar”, piensa Myriam. 
Freud hubiera visto confirmada su teoría sobre el deseo fálico reprimido de la mujer si alguna vez hubiera visto a Myriam yendo con el silbato colgado del cuello a todos lados.
Es que, sin duda, la herramienta de trabajo por antonomasia de toda profesora de educación física es el silbato. En este sentido, sirve, por ejemplo, para indicar a las alumnas que deben cambiar el ritmo de trote a salticado. Aunque ésta es una visión muy restringida de los usos del silbato, porque el artefacto es mucho más que un simple ayudante en las tareas de una profesora de educación física. El silbato es también una herramienta de poder, pues no hay nada mejor que un reto precedido por un buen silbatazo cerca de la oreja de una alumna distraída, que llama la atención de ella y del resto de sus compañeras, y le otorga a la reprimenda practicada por la profesora de educación física un ímpetu mayor al que tienen los retos de profesoras de otras materias. Tal vez por eso Myriam fantasea con la idea de darle al silbato un uso extraescolar y así frenar a su marido con un silbatazo cuando lo escucha decir: “Mi esposa es profesora de gimnasia”, pues no hay nada que a Myriam le resulte más molesto que ser llamada “profesora de gimnasia”, en vez de “profesora de educación física”, como reza su título, el que abarca mucha más que enseñar gimnasia, según le explicaron en el profesorado.
Asimismo, a Myriam le gustaría darles unos buenos silbatazos a sus hijos cada vez que  lloran como marranos cuando ella les apaga la play station y los obliga a hacer ejercicios de contoneo con un aro, con el fin de que logren un cuerpo flexible desde pequeños.
Y si bien todo hasta ahora parece indicar que el silbato es un buen compañero de la profesora de educación física, no hay que confiarse, pues el silbato es un amigo traicionero.  Como el cigarrillo, mata en silencio. El caso de Myriam nos confirma esta hipótesis, pues ella hacía años que estaba parada, refugiándose en el silbato. Lo soplaba de vez en cuando, pero las que corrían y se movían eran sus alumnas.  Myriam estaba quieta. Quieta y a punto de cumplir cuarenta años, Myriam notaba que los músculos de sus piernas estaban perdiendo tonicidad día a día. También la flexibilidad de su cuerpo, que le servía en otras épocas para practicar todas las poses sexuales inéditas que su marido le proponía, se había resentido últimamente. Hasta él se lo dijo: “Ya no sos como antes, Myriammmmm”. Y aunque ella lo negó al principio, no tuvo más que trotar un rato junto a sus alumnas para darse cuenta, cuando  sopló el silbato, que debido a su falta de aire éste sonaba como un pito de cotillón.
¿Adónde había ido a parar el sueño de eternos muslos duros? ¿De correr diez kilómetros todos los días sin casi agitarse? ¿Y su ambición de entrenar a futuras medallas de oro olímpicas? Lejos y perdidos allá en el tiempo. Pero Myriam no se iba a resignar tan rápido. A una nutricionista no recurrió porque siempre consideró que en el profesorado de educación física le habían enseñado lo suficiente como para poder armarse una dieta balanceada. Y así lo hizo: comió sólo proteínas durante dos meses. También corrió y practicó salticado, la vertical y la media luna junto a sus alumnas todos los días. Incluso cumplió su deseo de mejorar el juego del quemado (o delegado) e ideó uno con tres pelotas que fue el deleite de su clases (hasta lo patentó).
Cada día soplaba el silbato con más aire en sus pulmones y sus músculos estaban más duros, lo que le daba más confianza para revivir junto a su marido épocas pasadas y también para hacer realidad sus viejas fantasías.
Es que a Myriam siempre le gustó la escena de la película “Mujer Bonita” en la que Julia Roberts espera desnuda a Richard Gere, sólo con una corbata atada a su cuello, y tomando champagne.

Por eso, después de unos meses de volver a sus sueños de estudiante joven del profesorado de educación física, de entrenar y de comer sano, Myriam se sintió con un cuerpo listo para emular a Julia Roberts. Entonces llegó el momento de cumplir la fantasía: Myriam mandó a sus hijos a dormir a la casa de su suegra y esperó a su marido desnuda, con la cena servida.
Y aunque de su cuello, en vez de una corbata, colgara  el silbato, y aunque en su copa, en lugar de champagne, hubiera Gatorade, Myriam y su marido la pasaron muy bien.